Los zombis representan cierto número de nuestras más profundas inseguridades. El miedo de que, en el fondo, no seamos sino poco más que animales determinados sólo por los apetitos. Los zombis también puede representar la amenaza del colectivismo en contra de la individualidad. La noción de que podamos ser engullidos y olvidados, nuestra particularidad devorada por la multitud.
De manera sutil, los zombis representan cierto número de nuestras más profundas inseguridades. El miedo de que, en el fondo, no seamos sino poco más que animales determinados sólo por los apetitos. Los zombis también puede representar la amenaza del colectivismo en contra de la individualidad. La noción de que podamos ser engullidos y olvidados, nuestra particularidad devorada por la multitud.
En buena parte del mundo periférico contemporáneo esa multitud feroz es una legión de sujetos desinhibidos, desregulados y nihilistas que no conocen más horizonte de vida que la satisfacción de sus apetitos más primarios. En el caso particular de México, la mayoría de ellos orbitan en torno al poder dispensado por las inmensas estructuras criminales del país, que han conformado verdaderos imperios corsarios transnacionales en los que el capitalismo ha sido llevado al extremo; a un paso de su reducción al absurdo. Un mundo en el que, como dice Luigi Amara, el dinero tiene más valor que la vida. Al respecto, en sus estupendas obras sobre la actualidad siniestra de México, Charles Bowden y Sergio González Rodríguez erigen la profunda descripción de una realidad pantanosa, atroz, inasible en muchos sentidos. Ponen de manifiesto el advenimiento de un proceso deshumanizador encarnizado y poderoso, cuyas raíces tienen décadas, cuando no siglos, de haberse gestado. Un plexo psicosocial estructurado con base en el ejercicio irredento de la crueldad (fundamento último del nihilismo moderno, de acuerdo con André Glucksmann en su obra Dostoievski en Manhattan). La diseminación de fuerzas misantrópicas que estallan imparables a lo largo y ancho de territorio nacional. Esa energética destructiva tiene como motor incesante la lógica del capitalismo tardío llevado al extremo, pero también se ha dotado de un aura de misticismo retorcido que, como toda inclinación religiosa, intenta dar sentido a lo sin sentido.
Los actores que llevan al cabo la construcción de este orden social contrasistémico, que día con día crece en fuerza y extensión, han sido los subproductos del orden capitalista global; los engendros dejados en la periferia enchiquerada del sistema cuyas mentes se han formado en el bombardeo imparable de los deseos capitalistas, el consumo de drogas baratas y la aniquilación absoluta de los valores burgueses que cándidamente las sociedades occidentales han cantado alegremente como universales. Son verdaderas hordas salvajes que al tiempo que no tienen una noción abstracta de la persona, tampoco tienen nociones como la del futuro y la prosperidad postergada. Si hay un enclave en el que las exquisitas disquisiciones posmodernistas sobre el fin de la historia adquieren dramática carne y sangre es aquí. En la construcción de estas individualidades y sus respectivas interacciones sociales, el orden lineal de la historia, la idea de una teleología temporal y el acoplamiento institucional respectivo, sencillamente no existen. La vida es la irrupción cotidiana de lo aleatorio, comienza al despertar y termina al dormir, en un maremágnum de violencia sin cortapisas; así cada día, todos los días, los cortadores de cabezas son personas primarias. Carecen de inteligencia emotiva, capacidad de abstracción, normas morales, excepto las más básicas … Responden a pulsiones de vida o muerte. Justo como los zombis de Kirkman.
Algunos de ellos realizan simulacros de personas, como intentando elevarse por sobre su naturaleza de muertos vivientes. Pero la pantomima se erige sobre lo más primitivo de la mente humana, resabio de órdenes psicoculturales arcaicos, que los esfuerzos ilustrados no pudieron nunca extirpar: el impulso religioso; aunque para estas masas zombificadas adquiere la forma deleznable del culto a su propio salvajismo: la llamada Santa Muerte y su ola de supersticiones, charlatanería y, en último término, autoadoración de la atrocidad como modo de vida. González Rodríguez lo describe en su monumentalidad literal: una estatua de la Santa Muerte de veintidós metros de altura en un templo de ese culto en algún lugar del Estado de México. Exageración arquitectónica que revela un mundo por el que la Modernidad sólo pasó de manera retorcida, residual, incipiente, pero jamás con su flanco de humanismo, ilustración y bienestar. Un ambiente en el que ser moderno solamente significa economía de mercado y estar a la vanguardia de los pulcros artefactos de destrucción por excelencia: la industria global de las armas.
Por: Manuel Guillen
Revista replicante.