9 feb 2012

Invitación a la muerte involuntaria.

No necesitamos matarnos, necesitamos saber que podemos matarnos, decía Cioran: “Es una de las mejores ventajas que se le han brindado al hombre. Yo no abogo por el suicidio, sino por la utilidad de esa idea. Es necesario incluso que se les diga a los niños en las escuelas: Escuchen, no se desesperen, pueden matarse cuando quieran”.


Melancólico, patológico, vengativo, normal, egoísta, altruista, maniaco, impulsivo, fatalista, heroico, activo, pasivo, lógico, apasionado, delirante, fatalista, anómalo, lúdico, estratégico, de reacción desafiante, entre otras, son algunas de las clasificaciones científicas, y extravagantes, que los peritos han endosado al suicidio y que recoge la maravillosa obra Suicides. Histoire, techniques et bizarreries de la mort volontaire, de Martin Monestier. La historia del la muerte voluntaria ofrece singulares relatos, portentosos sucesos de una rareza y una crueldad que desafían la imaginación. Ricos en acrobacias y truculencia, del Suicides se pueden citar episodios inauditos.
Séneca acertó que “se escoge bien un barco cuando se embarca, o la casa a habitar. De igual manera tenemos el derecho de escoger el medio para quitarse la vida. Es en la muerte, más que en otras cosas, donde debemos seguir nuestro gusto”. Si se cree en la Bibliothèque médicale de 1911, el zapatero veneciano Mathieu Lovat comprendió a la perfección el postulado y, durante dos años, preparó su singular suicidio. Obsesionado con Cristo, el humilde artesano se coronó de espinas y, ayudándose con el suelo, perforó a golpes sus manos y pies con largos y agudísimos clavos. Después de haberse hecho una herida en el costado izquierdo, hizo penetrar los clavos en pequeños orificios previamente preparados en una cruz dispuesta para tal fin. Con ayuda de un sofisticado sistema de correas, jarcias y garfios,  hizo elevar la cruz a través de la ventana, quedando suspendido sobre la calle, a la vista horrorizada de sus contemporáneos.


Céline, entre muchos otros, se preguntó por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza, en la fruición como en el vértigo. El caso de Dominique Helt, joven técnico inventor del piano guillotina, es un ejemplo del verdadero arte del suicidio, un opositor a los modales tabernarios, igual que el locuaz inventor de la silla eléctrica de factura doméstica. Encontramos la fisonomía amenazadora en el suicidio de un viejo negociante que se taladró el cráneo nueve veces o el empresario alemán de pompas fúnebres que en 1985 se suicidó en condiciones verdaderamente atroces cortando su cuerpo en dos con una sierra industrial. En 1983 un habitante de Estrasburgo se suprimió sentándose cómodamente dentro de su congelador, esperando.

Factores sorpresa

Baudelaire intentó suicidarse a los 24 años dejando escrito: “Me mato porque me considero mortal”. Sin embargo, convertirse en un simulador grosero de suicida resulta lamentable. Para suprimirse con éxito el Suicides contiene diversas anécdotas que deben servir de escarmiento a quienes pretenden llevar a cabo su obra de manera impecable. “Se desaconseja, advierte el sumario, colgarse con la primer cuerda que se encuentra, sin haber previamente probado su firmeza. Los negligentes muy presionados se exponen a revivir la aventura que sobrevino, en 1947, el famoso payaso Tytys. Tytys era neurasténico. Había ya tratado fallidamente de saltar de la tercera plataforma de la torre Eiffel retenido en el último instante por un visitante. Regresando a su casa, tomó un simple cordón, decidido a colgarse de la ventana. La cuerda se rompió, él la reanudó y ésta se rompió nuevamente. A la postre la cuerda se rompió cuatro veces seguidas antes de conseguir su cometido. Después de la tercera tentativa agregó estas palabras a la carta suicida que había preparado: ¿Es que no se dan cuenta del trabajo?”


Una de las ideas más excitantes y familiares es la que sostiene Emil Cioran, decano del vértigo: escribir para no matar. “Si no hubiese escrito habría podido convertirme en un asesino”. Se trata de atizar al lector, de darle una paliza: la escritura como herramienta de desahogo, como remedio a una larga y dolorosísima convalecencia. Alguna vez el autor de La tentación de existir reveló en un diálogo: “Si no eres un asiduo de las farmacias, escribir es el gran recurso, es curarse. Le doy este consejo: si odia a alguien sin querer particularmente suprimirlo, escriba cien veces su nombre seguido de voy a matarte. Al cabo de media hora, se sentirá aliviado”. Inclusive Cioran invita a facilitar toneladas de papel a los alienados en asilos: “La expresión como terapéutica”. Formular es salvarse, aunque no sean sino necedades. La honesta idea que el pensador sostiene sobre el suicidio presenta la misma virtud: “La vida cesa de ser una pesadilla cuando te dices: Puedo matarme, cuando quiera. En efecto, cuando disponemos de semejante recurso podemos soportarlo todo”. No necesitamos matarnos, necesitamos saber que podemos matarnos. “Es una de las mejores ventajas que se le han brindado al hombre. Yo no abogo por el suicidio, sino por la utilidad de esa idea. Es necesario incluso que se les diga a los niños en las escuelas: Escuchen, no se desesperen, pueden matarse cuando quieran”.
El hombre, diestro en la malevolencia, se ve a sí mismo arrojado al universo sin razón aparente. Es ahí donde la idea de que podemos abandonar el espectáculo cuando queramos resulta exaltante. “Lo hermoso del suicidio es que es una decisión. Es muy halagador en el fondo poder suprimirse. El suicidio es un acto extraordinario. El suicidio es un pensamiento que ayuda a vivir. Esa es mi teoría. No por ello se matará la gente, no por ello habrá más suicidios. Yo propongo una rehabilitación de ese pensamiento”, acota Cioran.



La antigüedad razonó notablemente al suicidio. Se consideró positivo, incluso aconsejable y sabio. Los grandes paganos, Catón, Pomponio Ático, Epicuro, entre otros, sostienen que vivir en la necesidad, el deshonor o el sufrimiento es una locura. Los medos, los persas, los griegos y romanos, las naciones de la antigüedad, proveen laudables y admirables ejemplos de lo que en el cristianismo se mira como pecado, a menos que sea un autosacrificio en el nombre de la fe.
La noción de la muerte voluntaria, que el cristianismo vulgar se dio a la tarea de despreciar y que en una sociedad, donde todo se sopesa, se discute, se discurre, se argumenta, se pondera, se vitupera o se adula, sigue ostentando un execrable dictamen de censura. Una de las razones por las cuales Cioran mantuvo una actitud anticristiana es porque el cristianismo “ha hecho una campaña contra el suicidio, cuando en realidad el suicidio es un elemento auxiliar del hombre”, aún mejor, es una de las “grandes ideas de las que dispone el hombre”. De hecho, el concepto de muerte voluntaria, que lo acompañó durante toda su vida y con éxito, es para él como un Dios para el cristiano corriente: “un apoyo, un punto fijo en la vida”.

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